Por Ángel Torres
Existen diferencias marcadas entre la batalla cultural y la confrontación política; la primera trata de enfrentar las ideas por encima de los hombres; tiene sus límites en la realidad observable, la evidencia científica, en proponer la búsqueda de la verdad; mientras que la segunda procura conquistar adeptos, partidarios que sigan al caudillo o las ideas; lo único que importa es que los votantes elijan para lograr el propósito superior, ganar elecciones. Mientras en la batalla cultural se acude a la razón, en la batalla política se recurre a las emociones y en la mayoría de las ocasiones el interés particular es la prioridad. Bajo esta tesis, la contienda política es rastrera, infame y apática al bien común, pero sobre todo intransigente con quienes no comparten afinidad; mejor dicho, en su religión, los opositores son vistos como herejes. Precisamente ese comportamiento lo vivimos esta semana en el congresista que, en un acto deleznable y bajo, tomó y tiró a la basura las botas que representaban el homenaje a las víctimas de los falsos positivos, sin tener en cuenta el dolor de las madres que lloran a sus hijos y reclaman el deber de investigar del Estado para determinar las condiciones de modo, tiempo y lugar en que sucedieron los hechos atroces.
Todos estamos de acuerdo en la pertinencia de establecer con claridad la cifra real de los falsos positivos, para que las madres y los colombianos que reprochamos esa actuación del Estado no sean utilizados como herramienta en la narrativa política, tal y como sucedió en Argentina, donde se implementó el relato de atribuir al gobierno militar la cifra de 30.000 desaparecidos, hasta que en 2016 la Secretaría de Derechos Humanos a través del Registro Unificado de Víctimas del Terrorismo de Estado estipuló que solo eran 6.348.

Los hechos son aberrantes, tanto los falsos positivos en Colombia como los desaparecidos en el país del sur, sea uno, dos, cien, los que fuesen, es inhumano y el Estado deberá responder y garantizar los datos concretos en la búsqueda de la verdad; y si bien hoy existen dudas sobre la cantidad de las víctimas del Estado colombiano, eso no le da derecho al congresista de humillar a los mártires y remover en las madres lo más profundo de su duelo.
Si el personaje requiere rectificar las cifras, que acuda a las instituciones, a la JEP, la Comisión de la Verdad, la Fiscalía General de la Nación o cualquier otro organismo del Estado para que establezca de la manera más razonable posible, quienes fueron las víctimas directas de los hechos repugnantes. Pero este ejercicio de oposición en la batalla política que hiciera el representante es un acto vil y rastrero; es una infamia. Imagínelo con poder.

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