El evangelio de la prosperidad

Por Manuel Medrano Barragán

Martín Lutero, teólogo y fraile agustino, cambió el curso del cristianismo al presentar, en 1517, sus 95 tesis. Con ellas, condenó el lucrativo negocio de las indulgencias, que prometían el perdón divino a cambio de dinero, y propuso una reforma profunda que devolviera a la Iglesia su anclaje en las Escrituras. Sin embargo, la respuesta de la Iglesia Católica no fue la transformación esperada, sino una contrarreforma que reafirmó sus tradiciones mediante la creación del Catecismo, priorizando rituales y costumbres por encima de los Evangelios.

Aunque el protestantismo inicialmente buscaba un retorno a la pureza espiritual, con el tiempo surgió una nueva faceta: el Evangelio de la Prosperidad. Bajo esta doctrina, la salvación y la bendición divina se materializan en riquezas terrenales, siempre y cuando los fieles estén dispuestos a contribuir económicamente. Pastores con carisma y visión empresarial comenzaron a construir imperios religiosos, transformando sus iglesias en verdaderas multinacionales de la fe.

En Estados Unidos, Joyce Meyer, radicada en San Luis, Misuri, lidera este movimiento con oficinas valoradas en 20 millones de dólares, un jet privado y una audiencia global. John MacArthur, conocido por su programa radial Grace to You, ha acumulado un patrimonio neto de 15 millones de dólares.

En América Latina, esta corriente no ha sido menos impactante. Cash Luna, pastor guatemalteco, dirige una megaiglesia con capacidad para más de 3,500 personas y ostenta su propio jet privado. Sin reparos, afirma que sus fieles deben llevar “la Biblia y la chequera” al templo: la primera para conocer la voluntad divina, la segunda para mostrar su devoción económica. Guillermo Maldonado, autoproclamado apóstol, extiende su influencia a través de 400 iglesias en 70 países, consolidando un imperio que abarca desde América Latina hasta Asia y África.

Colombia no ha sido ajena a esta tendencia. Aquí, muchas iglesias buscan emular el modelo de las megaiglesias internacionales, mientras otras, conocidas como “iglesias de garaje”, aspiran a crecer mediante los diezmos y ofrendas, convirtiendo pequeños templos en grandes centros de poder religioso.

El Evangelio de la prosperidad representa un giro paradójico en la historia del protestantismo. Lo que comenzó como una lucha por erradicar la corrupción y devolver la espiritualidad a sus raíces ha derivado en un sistema que, para algunos, prioriza la acumulación de riquezas. La promesa de prosperidad terrenal ha seducido a millones, pero también ha sembrado dudas sobre la autenticidad de una fe que se mide en dólares.

Lutero desnudó los vicios de la Iglesia en su tiempo, pero los ecos de su denuncia resuenan hoy con una urgencia renovada. La pregunta sigue siendo la misma: ¿Se puede predicar a Dios sin caer en la tentación del oro? La respuesta, como entonces, queda en manos de quienes creen y de quienes lideran.

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